sábado, 6 de septiembre de 2008

Desdicha de una tarde


Se supone que como en cualquier tarde fría, en donde los ateridos dedos de los sirvientes de la gran casa no logran atestar con eficiencia los enormes vasos llenos de vino barato, Pablo, nuestro querido Pablo Mujica, jamás pensó encontrarse en una situación como la que le aquejaba con punzantes bríos de deficiencia. Su mirada, como siempre, perdida ante el vasto espacio del vestíbulo, conjugaba sus miedos ante la inminente partida de sus demás compañeros. Todos ellos, aunados frente a la infranqueable puerta del baño, esperaban ávidos su turno por reencontrarse con la cálida agua de las cañerías olvidadas por los suculentos aprontes arquitectónicos de la ciudad indiferente. Y él seguía absorto. Allí, en el mismo lugar donde días atrás su compañera de toda la vida le había abofeteado sobre el lugar más sensible de su ya alicaída existencia. Desapego, desamor. En el mismo escenario trashumante de espacios físicos que asfixian. Por sobre el salón descolorido y ya sin gracia para los visitantes.

En el momento de levantar la voz, la sirvienta más anciana, esa que acostumbra a ordenar con prolija obsesión los raídos almohadones del sofá, se encontró con una imagen un tanto curiosa, nunca antes vista en su larga vida de aseos y oficios en casas devoradas por la autoridad: Su sobrino, el niño más solícito a la hora de enfrentar sus encomiendas, se hallaba, o no se hallaba a sí mismo en tanto continuaba arrellanado en el mismo sillón de las predilecciones serviles comandadas por la neurosis de la anciana que sólo ha realizado una sola actividad en toda su vida. Los ojos de Pablo se alzaron y volvieron a su órbita anterior sin más interés que el de seguir impertérrito mientras el hastío vital lo seguía carcomiendo. Marta, la anciana llena de amor, sólo esbozó un gesto de lastimero afecto por su ser querido perdido en sus pensamientos. Ni siquiera el tan atractivo sofá grávido de polvo le llamó la atención esta vez: sintió, dentro de sí, que esta vez algo había cambiado; un ser humano echado sobre los acontecimeintos que danzaban a su alrededor, tan inerme como cuando apenas era un pueril pendejo de tan sólo 4 años.

Marta continuó caminando por el pasillo, inquieta y preocupada por la horrosa imagen con la cual, minutos antes, se había topado. Las carcajadas no cesaban, provenientes desde el pequeño grupo que se encontraba ante la puerta del baño y que, como si intentaran derribarla con el fragor de sus gargantas cada vez más jocosas, mantenían firme sus intensas algarabías. Independiente al atraso horario que llevaban a cuestas.
Marta en el pasillo. Inmóvil, y pensando. En un haz invisible de motivación interna, voltea para acudir ante un grito desgarrador, agónico, que se origina abruptamente desde el vestíbulo. Sus piernas comienzan a elucubrar el armónico paso de a dos, cuando, de pronto, y sin siquiera alcanzar a tocar con sus zandalias de lona el piso por cuenta de su segundo y más trémulo paso, escucha un atronador disparo. La copa de vino a medias cae de su mano: Ésta vez, o, al menos por esta tarde, aquella copa sucia dejada por sus dicatatoriales patrones no se alcanzaría a lavar.

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